La tregua de Benedetti
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Cuando el Sol y la Luna se encontraron por primera vez, se apasionaron perdidamente y a partir de ahí comenzaron a vivir un gran amor. Sucede que el mundo aun no existía y el día que Dios decidió crearlo, les dio entonces un toque final… ¡El brillo! Quedó decidido también que el Sol iluminaría el día y que la Luna iluminaría la noche, siendo así, estarían obligados a vivir separados. Les invadió una gran tristeza y cuando se dieron cuenta de que nunca más se encontrarían, LA Luna fue quedándose cada vez más angustiada. A pesar del brillo dado por Dios, fue tornándose Solitaria. EL Sol a su vez, había ganado un título de nobleza "Astro Rey", pero eso tampoco le hizo feliz. Dios, viendo esto, les llamó y les explicó: – No debéis estar tristes, ambos ahora poseéis un brillo propio. Tú, Luna, iluminarás las noches frías y calientes, encantarás a los enamorados y serás frecuentemente protagonista de hermosas poesías. En cuanto a ti, Sol, sustentarás ese título porque serás el más importante de los astros, iluminarás la tierra durante el día, proporcionaras calor al ser humano y tu simple presencia hará a las personas más felices. La Luna se entristeció mucho más con su terrible destino y lloró amargamente… y el Sol, al verla sufrir tanto, decidió que no podría dejar abatirse más, ya que tendría que darle fuerzas y ayudarle a aceptar lo que Dios había decidido. Aún así, su preocupación era tan grande que resolvió hacer un pedido especial a Él: – Señor, ayuda a la Luna por favor, es más frágil que yo, no soportará la soledad… Y Dios…en su inmensa bondad… creo entonces las estrellas para hacer compañía a la Luna. La Luna siempre que está muy triste recurre a las estrellas, que hacen de todo para consolarla, pero casi nunca lo consiguen. Hoy, ambos viven así… separados, el Sol finge que es feliz, y la Luna no consigue disimular su tristeza. El Sol arde de pasión por la Luna y ella vive en las tinieblas de su añoranza. Dicen que la orden de Dios era que la Luna debería de ser siempre llena y luminosa, pero no lo consiguió…. porque es mujer, y una mujer tiene fases. Cuando es feliz, consigue ser Llena, pero cuando es infeliz es menguante y cuando es menguante ni siquiera es posible apreciar su brillo. Luna y Sol siguen su destino. El, solitario pero fuerte; ella, acompañada de estrellas, pero débil. Los hombres intentan, constantemente, conquistarla, como si eso fuese posible. Algunos han ido incluso hasta ella, pero han vuelto siempre solos. Nadie jamás consiguió traerla hasta la tierra, nadie, realmente, consiguió conquistarla, por más que lo intentaron. Sucede que Dios decidió que ningún amor en este mundo fuese del todo imposible, ni siquiera el de la Luna y el del Sol… Fue entonces que Él creó el eclipse. Hoy Sol y Luna viven esperando ese instante, esos raros momentos que les fueron concedidos y que tanto cuesta, sucedan. Cuando mires al cielo, a partir de ahora, y veas que el Sol cubre la Luna, es porque se acuesta sobre ella y comienzan a amarse. Es a ese acto de amor al que se le dio el nombre de eclipse. Es importante recordar que el brillo de su éxtasis es tan grande que se aconseja no mirar al cielo en ese momento, tus ojos pueden cegarse al ver tanto amor. Tu ya sabías que en la tierra existían Sol y Luna… y también que existe el eclipse…. pero esta es la parte de la historia que tu no conocías. Versión: Mirta Rodríguez |
SOBRE ÍCARO Puede que Ícaro, después de fracasar en su intento, se hubiera quedado agazapado detrás de alguna roca; con la cabeza gacha y el alma abatida . Puede que entonces se maldijera por sus ansias locas de tocar el cielo; que su esperanza de ver el mundo desde arriba, se convirtiera en su mayor culpa y entonces deseara no haber tenido jamás alas, ni haber oído hablar de ellas. Quizá, pensaría entonces, que de esta forma se habría evitado ese dolor que ahora le asfixiaba. “Un Hombre no está hecho para volar, sino para tener los pies en el suelo”, argumentaría intentando consolarse… Puede que fueran esos sus pensamientos, o puede también, que durante los escasos dos segundos en los que alzó el vuelo. Instantes de alas extendidas y viento en popa, se sintiera la persona más afortunada del mundo. La plenitud se habría grabado en su rostro y aunque breve, el simple roce de ese sueño le habría llenado de tal manera, que incluso después, de haber sido derrotado guardara en su paladar el sabor del cielo. Y así, estando en el suelo, con las alas rotas, el cuerpo deshecho y la vida pendiente de un hilo; mientras el público le mirara inculpándole su evidente fracaso… una parte de él, un pensamiento, un secreto… le arroparía desde dentro y con media sonrisa, pensaría que al menos por un instante, un escaso segundo.. el mundo le había regalado el Cielo. Quizá ese tesoro le bastara para dar sentido al resto de su vida. Y quien sabe si no diría entonces, algo así como aquel inventor de la bombilla, que tras realizar mil experimentos fallidos logró su objetivo, aquello de “No fracasé mil veces, sino que descubrí mil maneras de cómo no hacer una bombilla”. Sea cual sea la verdad sobre Ícaro, fueran cuales fueran sus pensamientos. Yo soy de los que piensa que en la vida deberíamos aprender a festejar los momentos de felicidad y desterrar los fracasos. Ir a pecho descubierto, o con las alas extendidas, da igual…tiene el grave riesgo de ser vulnerable y que te destroce cualquier brisa desviada. Cierto es. Pero es tan intenso lo que sientes, tan a flor de piel… que sinceramente, merece la pena el riesgo. Eso si, la mayor parte te la pasas en la enfermería, aunque sea rumiando ese saborcillo a Cielo.
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